No hacía más que despuntar el alba cuando una fuerte
corazonada me hizo abrir los ojos, una pequeña sensación de confusión me hizo
dudar, pero a los pocos segundos recordé qué día era y qué me hacía volver a
estar en aquella tierra que guarda lo que más aprecio, mis eternos compañeros
de viaje.
Cada lapso de tiempo que pasaba entre viaje y viaje, entre
encuentro y encuentro, pasaba por mi vida como una fugaz ráfaga de aire, aire
que se detenía al volver a ver a mis hermanos y sus corceles a motor.
Como siempre, no teníamos muy clara la empresa que nos había
deparado aquella nueva aventura, pero sabíamos que volveríamos a llevarla a
cabo juntos.
Todo empezaba donde siempre y como siempre, aunque no con
los de siempre. Si hay algo curioso en la vida es que es finita y bastante
corta y casi nunca te deja saber lo que vas a dejar detrás de ti. Probablemente
Juan Fulgencio no pudo llegar a imaginar lo que había empezado cuando decidió
calzarse sus botas y sus pantalones de cuero para montarse en su vespa por
primera vez, aunque me reconforta pensar que desde algún sitio ve a sus nueve
caballeros, y medio… y se le encoje el corazón de orgullo al vernos rodar
juntos. Dejadme que os cuente brevemente quienes éramos los que lidiaríamos con
curvas, caminos y algún que otro asiento de mal agüero.
Aquellos ya conocidos y presentados no merecen más
presentación por ser más antiguos, pero si ser nombrados por el bien del que os
escribe. Ellos son Juan “El grande”, Antonio “El Tronki”, Juan “El pequeño”,
Guillermo, Paco y Perico.
Desde la última vez que os conté nuestras venturas, habían
llegado a nuestro lado dos nuevos compañeros de viaje…y medio. El primero,
Agüera, llevaba ya con nosotros bastante tiempo, lo apodaban “el tortuga”,
aunque nunca quiso explicarnos el motivo sospechábamos que era por la dura
coraza que usaba para montar. Él, junto con Paco, eran los creadores del dibujo
que llevábamos a nuestras espaldas y que representaba todo lo que hoy somos.
Algo más tarde llegó Mario “Chispas”, aunque ninguno de
nosotros sabría decir exactamente cuándo fue, porque parecía que llevaba con
nosotros toda la vida, quizá El Tronki sea el que mejor recuerde el momento en
que las posaderas de nuestro hermano Chispas aparecieron por primera vez
delante de sus ojos ya que a menudo le gusta recordárnoslo.
Por último, resta contar cómo Joaquín apareció en nuestro
camino. La misma mañana en que nos disponíamos a emprender el duro camino que
lleva a la Sierra de Cazorla, en la posada en la que tomamos el desayuno había
un personaje algo misterioso pero cuya sonrisa despistaba sus intenciones.
Cuándo ya más de uno se había fijado en aquel personaje, se levantó y se acercó
sin perder la sonrisa hacia nosotros, fue entonces cuando dijo “Me han dicho
que hoy partís rumbo a Pozo Alcón, ¿Podría unirme a vosotros?” Su atuendo, poco
usual para un hombre con un buen corcel, extrañó a más de uno, pero su sonrisa
parecía sincera y decidimos aceptar aquel nuevo compañero de viaje al que
habría que ir conociendo. Y por último pero no menos importante Paco había
decidido llevar como escudero a Salva, de buen corazón nos dijo que era y
realmente así pudimos comprobarlo a lo largo de los días siguientes.
Esos éramos los once que emprendíamos camino y que
compartiríamos aquellos días de viaje.
CAMINO A POZO ALCÓN
La travesía comenzaba como siempre, atrás volvía a quedar el
Santuario de nuestro querido pueblo y por delante el asfalto y el olor a
combustible de nuestros corceles. Pronto entrábamos en la Sierra del Segura,
donde aún podíamos sentir el frescor de la mañana cuando pasábamos por los
pocos humedales que quedaban en esta época del año.
Todos andábamos en nuestros pensamientos, disfrutando del
paisaje, hasta que en la bajada de uno de los puertos de la sierra nos
encontramos con otro entrañable aventurero que viajaba en su corcel sin motor,
al que él mismo llamaba bicicleta. No sabemos cómo ni por qué, nuestro
compañero Agüera se entretuvo con él cruzando palabras y adelantamientos, al
parecer nos contó después Agüera que el manejo de su corcel sin motor era digno
de ser estudiado por el más sabio de los físicos para comprender cómo podía
alcanzar tales velocidades sin motor, a Juan el grande no le convencía mucho la
historia, pero sólo cada uno conoce y entiende sus propias vivencias.
Fue poco después cuando pudimos ser testigos de una de las
mayores tragedias que le pueden acontecer a parajes como los de aquellas
sierras, un incendio cuyas llamas no llegábamos a ver pero que desprendían un
denso humo que llegaba hasta nosotros con ese olor melancólico de algo que,
cuando vuelva a ser, nosotros probablemente habremos dejado de ser.
Paramos entonces en Yeste a repostar y descansar nuestros
riñones. Parecía que el lugar en el que paramos a repostar era pequeño y
estaríamos un buen rato para volver a estar listos para partir, pero entonces
las amables gentes de Yeste se acercaron a nosotros y fuimos testigos de la
hospitalidad que aquella tierra rinde a quienes se acercan a ella. “Trae pa cá
anda que tengo ahí el coche parao y no hay cojones a que acabéis” dijo un
amable paisano “Venga va va que no tengo toa la mañana, esta ya está lista,
acerca la siguiente cojoneh” Nos decía aquel simpático caballero. Y cuando ya
estábamos listos para volver al camino, fue Salva quien nos dijo que algo le
pasaba a su corcel, que se había quedado durmiendo y no despertaba, empezó
entonces una agitada conversación sobre qué le podía pasar, “Será la gripe
aviar” decía uno de los compañeros, “Yo creo que del calor lo que le ha pasado
es que se ha secado”, “Que va, tiene sueño y ya está” Mientras esta discusión
tenía lugar Salva se encontraba ya subido en su montura como si nada hubiera
pasado con su corcel, listo para seguir dando guerra, y vaya si la daría.
Entre curvas y preciosos y verdes paisajes llegamos poco más
tarde a Venta Tiziano, un pequeño refugio en mitad de aquel paraíso. Refugio de
lúpulo, cereales y malta y también de algún que otro gorrino despistado de esos
que quedan entre muela y muela, y que hacen disfrutar hasta al más exquisito
paladar de La Mancha. Entre conversaciones y algún que otro benjamín curioso
llegamos al final de aquel almuerzo con más fuerzas que nunca y con menos
hambre que de costumbre.
Fue entonces cuando decidimos reanudar la marcha hacia
nuestro destino. La alegría del espíritu que provocaba la digestión del lúpulo
nos hacía predecir una buena ruta, pero no teníamos ni idea de las venturas que
aún nos deparaban las arduas curvas de aquella sierra. Unas cuantas acrobacias
sobre su corcel le dio tiempo a enseñarme a Mario (Que yo intentaba imitar con
escaso éxito) antes de tropezarnos con un susto, por suerte el único que nos
deparaba aquel viaje, y es que el corcel de Salva se encontraba tirado en el
suelo. Cómo y por qué pasó aquello sólo Salva lo sabe, pero cuenta la leyenda
que es tan rudo y fuerte que antes de darse de frente con una señal de tráfico
consiguió arrancarla de una patada (Por lo que cuentan, la señal la habían
colocado ahí “Los Leones”, una peligrosa banda de maleantes de aquellas
tierras).
Reanudamos así la marcha ya todos juntos, fuimos trazando la
delgada frontera entre Andalucía y La Mancha durante unos cuantos kilómetros,
dejando a nuestra izquierda la imponente cima de La Sagra para rodearla y parar
fugazmente en Huescar con la intención de refrescar nuestros gaznates y tomar
una decisión acerca de dónde parar a descansar antes de llegar finalmente a
nuestro destino. Fue entonces cuando recordamos lo bien que se come en Castril
y el frescor que su río y su montaña regalan a prontas horas de la tarde, además
allí nos esperaba Eva, eterna compañera de viaje de Guillermo, que compartiría
una animada comida con nosotros.
Si bien es cierto que las horas en estas compañías pasan
rápido no es menos cierto que después de unas cuantas horas de viaje los
riñones y las nalgas van susurrando a nuestras mentes que va siendo hora de
llegar al destino. Fue ese natural impulso el que nos llevó a reanudar la
marcha hacia nuestro destino final. Pero los pocos kilómetros que restaban
hasta Pozo Alcón no quedarían exentos de los delirios mentales de Juan el
pequeño y el Tronki, que decidieron jugarse, en una igualada justa, el almuerzo
del día siguiente, con la mala fortuna de que entre lance y lance el resto del
grupo conseguimos encontrar el último y sinuoso tramo que nos llevaba a la
posada donde pernoctaríamos las dos siguientes noches. Y digo sinuoso camino
porque todos, excepto los dos combatientes ausentados, sentimos que la última
parte de la travesía tardaba más en realizarse que todo el resto de ella,
además sin saber bien si acabaríamos en la madriguera de algún jabalí, que más
tarde descubriríamos que las había, o en la recóndita posada.
En la puerta de la hospedería aguardaba el posadero y su
esposa, o la posadera y su esposo, porque no era difícil comprender quien
ejercía la responsabilidad de enfundarse unos buenos pantalones por la mañana y
quién decidía dedicarse a las tareas de mantenimiento y limpieza de la piscina,
funciones ambas altamente respetables. Mientras nos mostraban nuestros
aposentos escuchamos el galopar de los corceles combatientes entrando en las
cuadras llenos de tierra, sudor y barro por el arduo combate librado, y tras
una breve sinopsis de lo que había acontecido los dos posaderos decidieron
abandonarnos a nuestra suerte dejándonos las llaves de aquella bonita casa.
“Vamos a por algo de cena y de bebida al pueblo más cercano”
acertó a decir Paco una vez que estábamos todos acomodados, a lo que Joaquín, Guillermo
y Chispas se sumaron para acompañarlo en algo que a priori la única dificultad
que entrañaba era que tendrían que llevarse los corceles más robustos para
poder aprovisionarse de todo lo que necesitaban once grandes y vacíos estómagos.
Pero nunca sabemos en qué esquina nos aguardan los giros del destino y no
supimos nada de ellos hasta unas horas más tarde. Horas que los que allí nos
quedamos pasamos entre chapuzones e interesantes conversaciones, conversaciones
que se volvieron aún más interesantes cuando regresó el resto de la expedición
con los vivieres. Al parecer Pozo Alcón esos días disfrutaba de sus fiestas
patronales y sus paisanos esos días no abrían los negocios, lo cual obligó a
nuestros compañeros a galopar unos cuantos kilómetros con el sol a sus espaldas
hasta un pueblo algo más lejano. Cuentan que aquellos andaluces vieron con ojos
curiosos como cargaban sus alforjas de quesos, embutidos y vinos, cuentan que
se les acercaban a preguntar de dónde eran, porque aquellas gentes jamás habían
visto unos corceles parecidos.
Todo lo que mi mente consigue recordar después de aquello es
una noche estrellada, unos estómagos llenos y una música y unos cigarros cuyo
olor se mezclaba con el jazmín de la noche. De fondo y a unos kilómetros la
música y las luces de Pozo Alcón nos hacían augurar un día venidero cuanto
menos curioso, y la música y la compañía que allí teníamos no hacía más que
agrandar el recuerdo de aquella noche cuyo final se desvanece en mi memoria
como el humo de aquellos cigarros en la agradable noche de la sierra andaluza,
tan sólo unos chapoteos en la piscina y unas raquetas de ping pong consiguen
mezclarse entre mis sueños y lo que realmente allí se vivió. “En
los días más oscuros y cuánto más lejos estéis unos de otros recordad aquella
noche, recordad aquellas conversaciones, aquellos momentos y os aseguro que las
horas malas pasarán infinitamente más deprisa”.
La mañana siguiente aconteció tranquila, un desayuno sobre
las sobras de la cena anterior acompañó la conversación sobre lo que el día nos
deparaba. Todos excepto Joaquín y yo decidieron quedarse disfrutando de la
piscina y el entorno, mientras que nosotros dos fuimos a inspeccionar las
solitarias tierras que rodeaban aquella posada y que llegaban casi hasta la
entrada a Pozo Alcón. Debía ser la una del mediodía cuando decidimos acercarnos
con nuestros corceles a disfrutar del ambiente festivo de una feria como
aquella. Al entrar en el bullicioso pueblo de nuevo los ojos indiscretos de aquellos
andaluces se posaban disimulados en nuestras monturas, y los oídos de las
bellas andaluzas se endulzaban con el relinchar de nuestros corceles, que tras
unos pequeños ajustes logísticos, quedaron perfectamente reposados a la entrada
de la calle principal.
Poco tuvimos que andar hasta encontrarnos con el rincón que
Juan el pequeño andaba buscando. Flamenco, cervezas frías y un buen ambiente
ferial nos hicieron quedarnos al amparo de aquella agradable barra durante
algunos minutos, o quizá fueron horas, es difícil saberlo cuando agradables
conversaciones, generosa comida y agradables camareras estuvieron presentes
durante todo el aperitivo. Pero nuestros estómagos se abrieron y decidimos ir a
comer algo más contundente al “Bar La Unión” que nos habían recomendado los
paisanos durante el aperitivo, y vaya si bien recomendado, jamás había
encontrado un servicio más atento y cordial, sólo os diré que cuando le
preguntamos por la especialidad de la casa, aquel amable metre nos contestó
“¡Anda pos si aquí está tó bueno! Mira, tenemos unas gambas que son de
confianza, llevan aquí un año”, profesionalidad y saber estar el de aquel
caballero.
Y después de aquella profusa comida decidimos que era
momento de volver a la posada a reposar y coger fuerzas para la noche, y de
nuevo entre juegos y sueños pasaron las siguientes horas de la tarde.
Cuando ya parecía que la noche iba a dejar paso a una corta
velada en casa previendo el viaje de vuelta del día siguiente, de nuevo un golpe del destino lo cambió todo,
el ruido de un inmenso carro de caballos nos llevó a todos a la puerta debido a
la curiosidad despertada por los motivos que podían llevar a cualquier ser vivo
a acercarse a aquellas remotas tierras.
“Buenas noches
caballeros, me manda el consejo ferial de Pozo Alcón a recogerlos, es tal la
simpatía que han despertado en mis paisanos que me han pagado el viaje para
traerlos y llevarlos y que conozcan bien la feria de noche.”
Evidentemente tal invitación no podía quedar desatendida, y
así fue como los once llegamos en aquel majestuoso carro de caballos a la feria
de noche de Pozo Alcón. Una vez allí y tras una breve cena, animados por el
pensamiento de aprovechar nuestra última noche en la sierra andaluza, decidimos
calentar las gargantas y las ideas en el centro neurálgico de la fiesta. Además
nuestro carro no salía hasta altas horas de la madrugada y en algo debíamos
ocupar nuestras mentes mientras tanto.
Algunos decidimos
probar las atracciones de aquella feria, otros simplemente mirar como los
feriantes se reían de los más ingenuos, pero todos acabamos en la carpa
principal del pueblo cantando y bailando con los más jóvenes. Por desgracia las
energías se iban agotando y algunos de nosotros empezábamos a tener más ganas
de planchar la oreja que de animar aquel jolgorio, y fueron Agüera y Chispas
quienes sin previo aviso sintieron la llamada, y bien es sabido que cuando
sientes la llamada ninguna fuerza terrenal puede impedirte intentar llegar al
paraíso, sea cual sea el obstáculo que haya delante. Los demás conseguimos
esperar a que viniera a recogernos el carro, aunque a algunos les pilló en la
cúspide del jolgorio y a otros nos pilló con un leve susurro en la oreja.
Cuentan los que lo recuerdan, que la vuelta a la posada, tanto de los
viandantes como del resto, fue digna de novelar en los mejores escritos por los
misteriosos animales y los brutos ritos de orientación que allí se dieron, pero
como no creo que ningún escritor sea capaz de reflejar con veracidad lo que
allí aconteció, quedará sólo en las mentes de aquellos afortunados que lo
vivieron.
Y como siempre, aunque el viaje de vuelta sea disfrutado por
la conducción en compañía de lo más fieles compañeros de viaje, cuando miras
hacia atrás es lo que menos quieres recordar, porque es el preludio de un leve
periodo de tiempo hasta la próxima aventura juntos. Por tanto tan sólo
recordaré que en aquel viaje de vuelta se fraguó el siguiente viaje que
volvería a reunir a “Los Auténticos”, a “Todos Los Auténticos” (¿Verdad Tronki?
;) ;) ) y que cuando llegue el momento os contaremos.
“Cuando más perdidas vaguen vuestras almas, y cuanto más perdido
sintáis vuestro corazón, recordad aquellos momentos y recordad que volverán
para reconfortar el espíritu.”